El mal menor y el bien posible. Blas Piñar
He aquí otro tema apasionante, y que con más o menos insistencia todos nos planteamos. Bondad y maldad son términos contrapuestos y realidades que se perciben a simple vista. Su enfrentamiento pervive, e incluso se hace más duro con el transcurrir de la historia humana.
¿Cómo explicarnos el mal en todas sus manifestaciones?
En el diccionario, que es algo así como el océano de las palabras, puede bucear la memoria y encontrar y extraer muchas que revelan, no sólo la existencia del mal, sino su abundancia, desde Estado de malestar hasta hijo de mala madre, desde malicia hasta maldito. Hay un etcétera muy largo y que no voy a enumerar. Sólo subrayo, que son males y gravísimos, las catástrofes naturales y los genocidios.
Este interrogante, esta coexistencia recíprocamente combativa entre el bien y el mal, ha tenido y tiene respuestas distintas que, lógicamente, hay que examinar cuando es preciso decidir al comportarnos políticamente.
Una mirada a las respuestas no sólo lo pide la curiosidad, sino la contemplación, tantas veces dolorosa, de las consecuencias de no haber dado la contestación de la forma debida.
El mal endémico del hombre y la sociedad se ha atribuido a lo que se llama dualidad divina. En la eternidad -se dice- había dos dioses; uno, el Príncipe de la luz”, que creó el Bien, y otro, el “Príncipe de la tiniebla”, que creó el Mal. Desde el instante de la Creación, el combate se puso en marcha; combate en el que militan los seguidores de sus Príncipes respectivos. Aunque de momento el Mal triunfa sobre el Bien, éste, al fin, vencerá al primero.
Tal es la doctrina de Zoroastro, que al Señor de la Luz llama Ormuz, y al Señor de las Tinieblas le denomina Ahriman; y muy semejante a la misma la que mantuvo Maniqueo.
También, atribuyendo el mal a causa exterior al hombre, se pronuncia Juan Jacobo Rousseau, el autor del Contrato Social, en el que filosóficamente se apoya el liberalismo. Rousseau afirma que el hombre, por naturaleza, es bueno, y que el mal que hace o padece proviene del contagio, al vivir en sociedad. En la sociedad, y no en el hombre, está el origen del mal.
Estas dos imputaciones del mal a causas ajenas al hombre son fácilmente refutables, al menos para un cristiano, porque la verdad revelada nos dice que todo aquello que Dios hizo “es muy bueno”. (Gn. 1,31).
“Muy buenos” eran, por tanto, el hombre y la mujer (Gn. 1,27). Esta fue creada porque Dios se dijo: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn. 2,18). La criatura humana y el primer matrimonio, (él y ella), eran “muy buenos”, y lo fue, sin duda, el jardín en que vivieron, el Edén, al que llamaron Paraíso Terrenal.
El mal, en el hombre, en la sociedad y en el Cosmos, fue la consecuencia del pecado de Adán y Eva, no sólo personal, sino original y originante y que, por ello, afectó a su propio ser, a su naturaleza, trasmitiéndose por generación. El Génesis, en su capítulo 4, nos dice en cita detallada de cómo sucedió. Quiero destacar, pues fácilmente se olvida, que el mal, como es la perturbación del “Cosmos”, es también una consecuencia del pecado original.
Las catástrofes que asolan al planeta tienen aquí su causa. Cometido el pecado, Dios expulsó del Paraíso, lleno de “árboles hermosos para la vista” (Gn. 2,9), a Adan y Eva. Estaban llamados a “guardar y cultivar el jardín” (Gn. 2, 15) y a “someter la tierra” (no a destruirla), y ahora, la tierra, con esas catástrofes, le somete a él y al suelo, que ha de “trabajar con fatiga” para comer y que produce “cardos y espinas” (Gn. 1,25 y 3, 17 y 18)
San Pablo, como nadie, nos da cuenta de la rebelión cósmica contra el hombre, cuando nos habla de “una creación expectante (que ha sido) sometida a la frustración, no por su voluntad, sino porque aquel que la sometía, (aunque) con la esperanza de que … será liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los Hijos de Dios”. “Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto”. (Rom. 8, 19 a 22).
Partiendo de esta verdad revelada, habrá que decidir de qué forma hay que comportarse ante el mal llamado menor y el bien posible. Se trata de situaciones en las que ese comportamiento puede tener, y de hecho tiene, una enorme trascendencia, y que exige un examen y una reflexión desde el punto de vista moral. Me refiero, concretamente, (aunque su alcance traspasa sus fronteras) al comportamiento personal ante unas elecciones; y por decirlo con absoluta claridad, a la hora de depositar el voto en las urnas.
Dejo al margen el supuesto de que no haya ninguna posibilidad de elegir el bien y que sólo se pueda escoger entre un mal menor o un mal mayor. Así ocurre en los casos a que alude el evangelista San Mateo (5, 29/30).
Me centro ahora en una reflexión que he madurado sobre esta frase que leí y leo en la Nota de la Conferencia Episcopal Española ante las pasadas elecciones del 20 de noviembre de 2011: “Cada uno debe sopesar en conciencia a quién debe de votar para obtener, en conjunto, el mayor bien posible en este momento”.
Esta alusión al “bien posible” quiere decir que en aquel momento (el electoral) había una posibilidad de conseguir el bien. Admitiendo esto, y confrontando con el mal menor, me permito, con todo el respeto, pero no ocultando ni escamoteando la verdad, hacer las siguientes consideraciones, que encabezo así: “El mal”; “En conciencia”; “El bien posible” y “En este momento”, que parten de un principio Bonum est fecundum, et malum vitandum.
El Mal
– El mal, de suyo, no puede producir el bien, de igual modo que el jersey que se confecciona con lana negra tiene ese color. “Plantad un árbol malo y el fruto será malo; porque el árbol se conoce por su fruto” (Mt. 12,33). El mal no es otra cosa que la privación de un bien.
– El mal menor, reiterado una y otra vez, conduce al mal mayor e, incluso, al mal absoluto.
– El mal absoluto es, moralmente, el que no se perdona, a diferencia del pecado grave (o mortal), que se perdona en el sacramento de la confesión. Y no se perdona el mal absoluto por ser un pecado contra el Espíritu Santo, que consiste en algo peor que el pecado mortal: no querer ser perdonado y alistarse, con soberbia, en el ejército de los ángeles rebeldes. “Quien hable contra el espíritu Santo no será perdonado” (Mt. 12,32).
– El mal, aunque sea menor, abre el paso no a una coexistencia inevitable del Bien y del Mal, sino a una convivencia homologante y equilibradora de los mismos.
– El mal menor, así homologado, de algún modo justifica, o al menos explica, que se abandone el combate por el bien, al estimar que no puede lograrse la victoria. La deserción, el pacto, o la entrega, de este modo sustituyen al testimonio ejemplarizante del heroísmo, defendiendo una causa por la que vale la pena morir.
– El mal que sufrió España durante la guerra de 1936 a 1939, allí donde con el martirio de personas y de cosas se impuso de una manera brutal e inmisericorde, debió tenerse a la vista, para actuar con prudencia en la llamada reforma, y no facilitar una transición rupturista como la que se ha producido con el pretexto falso y fraudulento de una reconciliación nacional, que no existe.
– El mal menor, que no se quiere, y que exige en conciencia votar a favor del bien, es para el que, de acuerdo con ella, así se comporta, una desgracia, algo que con dolor se aguanta.
En conciencia
– “Cada uno deberá sopesar en conciencia a quien debe votar”, dice la Nota de la Conferencia Episcopal Española, que venimos comentando.
Por su parte, en la Nota de los Obispos de la Provincia eclesiástica de Madrid, dada con motivo de las elecciones autonómicas y municipales, del 22 de mayo de 2011, se decía, con mayor claridad que “los católicos han de actuar y seguir los imperativos de una conciencia bien formada en los principios de la recta razón y del Magisterio de la Iglesia, en particular, de su Doctrina Social, de modo que (de acuerdo con la “Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos, en la vida pública”, de 24 de noviembre de 2002), puedan elegir, entre las opciones políticas compatibles con la fe y la ley natural, aquellas que, según su propio criterio, se acomoden mejor a las exigencias del bien común”.
Esta segunda Nota creemos que orienta con claridad a los lectores, en tanto que la de la Conferencia Episcopal confunde, porque “sopesar en conciencia” se presta a interpretaciones muy distintas y hasta contradictorias, porque, a mi modo de ver, a la conciencia hay que ponerle apellidos.
– En conciencia; pero de conciencia libre de coacción y no con libertad de conciencia, que es la que subjetivamente establece lo que es bueno y lo que es malo y niega una norma moral objetiva a la que hay que remitirse para dictaminarlo. ¿Qué ocurre si el criterio que decide no es otro que la ambición, el poder, la utilidad o el beneficio?
– En conciencia; no sólo liberada de coacción concreta, sino de la presión ambiental y generalizada de que, en este momento, conseguir que triunfe el bien no es posible, y que, por lo tanto, para evitar males mayores, e incluso para que algunos desaparezcan (como la crisis económica, el paro, el terrorismo y la inseguridad), debe apoyarse con el voto al mal menor.
– En conciencia; evidentemente, pero teniendo en cuenta que al lado de una conciencia recta y bien formada (que exige la coherencia de la conducta con la doctrina, y la proclamación de valores innegociables, con la táctica subsiguiente) hay una conciencia perpleja y dubitativa. Este tipo de conciencia demanda explícita o implícitamente a quienes por razón de su ministerio están obligados a despejar con claridad esas dudas, a fin de que no se abstenga o se decida por el mal menor.
Bien saben nuestros pastores la lucha, en cada hombre y en la sociedad, entre el bien y el mal, y que están obligados, para alcanzar que triunfe el primero, que se sepa de forma meridiana lo que es bueno y lo que es malo.
El bien posible
– El bien posible, que se ha utilizado para reforzar los argumentos que respaldan al mal menor, pone de manifiesto que la propaganda utiliza todos los métodos, y sin escrúpulos, para lograrlo. La táctica de abrir paso al mal es una tentación derivada (aunque haya notables diferencias) del “seréis como Dios” en el Paraíso.
– En este caso, al bien posible, sobre todo cuando se le invoca, por quienes gozan por su ministerio de autoridad para invocarlo, no es otra cosa que un disfraz atractivo del mal menor, una tentación en la que se cae, y de la que hacen culpable los que cayeron en ella a los que no trataron de impedirlo, como tampoco se sintió culpable Adán, echando la culpa a Eva, y ésta echando la culpa al Maligno.
– El bien posible lo es cuando hay grupos políticos que hacen suyos los valores innegociables, que conocen a través de una conciencia bien formada, pero a los que se niega, por los medios de comunicación -incluidos los que están en manos que todos conocemos- todo tipo de propaganda, silenciándolos por completo y dando la impresión de que no existen.
– El bien posible, si es de verdad lo que se quiere, necesita que el voto sea a favor de quienes están en la política para defender esos valores innegociables, y no a favor de quienes, amparados en el mal menor, los entregan, sumándose a la cultura de la muerte.
– El bien posible, aunque no sea más que como luz puesta sobre el celemín, para que pueda iluminar y convencer a los que votan el mal menor, merece la pena que se le estimule de cara al futuro.
– El “mayor bien posible en este momento” -frase con la que termina el párrafo segundo de la Nota de la Conferencia Episcopal- con la atención que se pide en el párrafo quinto a las opciones legislativas que violan los valores innegables, contrasta de forma desorientadora, tanto con el silencio, incluso en sus medios de comunicación, con respeto a quienes combaten por tales valores, como por el consejo, y aún la intervención personal de obispos y sacerdotes, pidiendo que los católicos voten a lo que ellos estiman como el mayor bien posible, o sea, el mal menor. Las pruebas que tengo, y que he hecho públicas en alguno de mis libros, lo demuestran (desgraciadamente para la Iglesia y para España).
– El mayor bien posible en este momento insinúa que en otro podrá conseguirse con mayor amplitud, lo que es muy discutible, porque si se entiende que en este momento votar el mal menor se identifica con el bien posible, se olvida, como ya hemos dicho, que el mal no produce el bien, y que, por otra parte, el mal menor, reiteradamente votado, generaliza el mal, corrompiendo ideas y conciencias, y, como es lógico, disminuyendo el voto a favor del bien.
– El bien posible, leo en un libro de ética, sin autor, se debe votar por el bien mismo, tal y como lo exigen las leyes morales en todo tiempo, lugar y circunstancias.
No quiero concluir este trabajo sin aplicar, como acostumbro a hacerlo, a la Verdad revelada, que no es algo, sino mucho lo que nos dice con relación al comportamiento político. En este caso, quiero recordar que nada menos que en el Padre nuestro, la oración enseñada personalmente por Jesucristo, se pide que “no nos deje caer en la tentación” y que “nos libre del mal”.
Quiere decir esto que rogamos a Dios, en primer lugar, que no caigamos en la tentación de estimar como bien posible lo que es malo, sin excluir al menor, y en segundo, que si hemos caído en la tentación nos libre de ese mal, y arrepentidos, no volvamos a hacerlo.
Esta doble petición se relaciona con uno de nuestros refranes: “no hay mal que por bien no venga”. Entiendo que, a la letra, no es cierto. El árbol que da fruto malo se corta, y en su lugar se planta otro que lo da bueno.
Es cierto que la parábola del trigo y la cizaña, que narra San Mateo (13,24 y s.), parece decir lo contrario. Pero yo creo que sólo explica, según la situación que se contempla, que el mal nunca produce el bien. Lo prueban dos cosas; la primera, que la cizaña se siembra cuando los que han sembrado el trigo se retiran a dormir; y la segunda, que el dueño de la finca prohíbe que se arranque la cizaña por temor a que se arranquen también las espigas de trigo. Todo ello quiere decir que los sembradores de la buena semilla deben estar alerta y no dormidos, y que si se ha sembrado cizaña, ésta no se siega por respeto al trigo. La espiga que ofrecerá su fruto bueno debe mantenerse hasta que llegue el momento de la cosecha. Entonces la cizaña será quemada y el trigo se convertirá en harina y luego en pan.
Me parece que no se halla fuera de lugar que copie de ese libro, sin que conste el autor, a que antes me refería, lo que sigue:
“La decadencia ha coincidido siempre con la época en la que los individuos han buscado, ante todo, la satisfacción de sus necesidades materiales, descuidando las morales. El progreso material sin el moral lleva como consecuencia inmediata la corrupción de las costumbres, produciéndose como consecuencia una rápida decadencia al atravesar cualquier crisis grave”
En todo caso, sabemos que Dios es omnipotente, y que sabe escribir sobre renglones torcidos. Dios puede, y nosotros, por la oración, hemos de pedirle que quiera. Nuestros santos y mártires se unirán a nuestra petición. Confiemos en este trance difícil de la Iglesia y de España, en las palabras de Jesús: “Lo que pidáis en mi nombre yo lo haré” (Jn. 14.12 y 14).
Cuando, como ahora sucede, las causas segundas no intervienen, porque han sido desguazadas (por acción y omisión) hemos de acudir a la Causa primera.
Artículo publicado en la revistas Fuerza Nueva. Nº 1411.
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