Editorial Fuerza Nueva, nº 1451

Dictadura del relativismo

España se encuentra en pleno periodo electoral, seguramente el más decisivo de los últimos tiempos. Nadie se equivocó cuando catalogó a aquellas elecciones de febrero de 1936 como cruciales para el futuro, porque de allí salió el preámbulo de la tragedia que vendría con un golpe de Estado que terminó en una guerra inevitable. Se ponía en juego lo principal de la convivencia, aquello que resulta imprescindible para vivir: el ser o no ser de una nación.

Hoy puede que suceda lo mismo, con una diferencia notable, ya apuntada por Calvo Sotelo en su día: “Prefiero una España roja que rota”. Entonces se trataba del enemigo rojo que bajo este color se extendía por el mundo empujado por el Estado soviético, que llegaba a todas partes a través de sus agentes situados o incrustados en puestos clave de las instituciones de muchos países, que primero fueron satélites del imperio de Stalin y después sus esclavos y vasallos. España los plantó cara, con un importante sacrificio en vidas humanas y en entregas generosas.

Hoy el enemigo es otro, salido del seno mismo de la entraña española, carne de su carne a la que otros agentes, igualmente fruto en unos casos de un sentimiento equivocado y confuso y en otros de la más abyecta de las corrupciones, han transformado hasta parecer algo que pueda existir por sí mismo. Para ello han puesto en marcha un movimiento de masas que se vio en la pasada Diada de Cataluña, punto de partida de un hecho histórico manipulado y embustero hasta la extenuación, en el que Cataluña deviene en algo enfrentado a España cuando en su trayectoria de siglos ha dado pruebas más que suficientes de su veta hispánica.

Pero, enfrente, este desafío no ha tenido respuesta, ahogada por los complejos del pasado y por la propaganda y la conjura de los derrotados en aquel 1936, que hicieron causa común con sus enemigos naturales -catalanistas burgueses e Iglesia-, a su vez transformados por quienes hicieron de la soberbia espiritual un rito y una nueva religión, alejada de sus más nobles tradiciones que había dado pruebas más que sobresalientes de fidelidad e incluso de martirio, reconocido en las distintas diócesis catalanas en fechas bien recientes.

De todas formas hay que plantearse para ese futuro incierto si las autoridades de España, las que ejercen el poder ejecutivo desde La Moncloa, son capaces de darse cuenta de la gravedad del momento. El gobierno de la República, al margen de la cirugía que ejerció en 1934, tuvo el acierto de darse cuenta de que aquel intento independentista de Companys suponía un peligro para la convivencia, que no tanto representaban los catalanistas como los sindicatos y grupos políticos marxistas y anarquistas. Hoy no es así exactamente porque la calle no está ocupada por los parados, pero sí por las víctimas de la corrupción, anegadas por el lodo de tanto tiempo de despotismo avasallador.

Por otro lado queda la apatía, la mansedumbre, el buenismo político del Gobierno, que imagina que la firmeza en su conducta política causaría daños mayores a la convivencia, mientras que de cumplirse los planes del palacio de San Jaime, y secundados sus proyectos de ruptura, ya no habría marcha atrás, porque la vida política está tan relajada y ejerce de tal modo la “dictadura del relativismo”, que decía Benedicto XVI, que todo se puede esperar de Europa, del mundo y de la misma clase política española, esponjada en la historia impresentable de una Transición suicida.

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